A mediados de junio de 2006 viajamos con mi esposa en un recorrido por parte de Austria, y el sur de Italia. Salvo la compra del pasaje Bs. As.-Milán, todo lo demás lo contraté por internet: automóvil, tren, departamentos y hotel. Con hojas de ruta en mano, que bajé de la página de Michelin, partimos en auto desde Milán apenas llegamos, con rumbo a los Alpes por la autopista del Brennero, una maravilla de la ingeniería que va cruzando las montañas con cientos de túneles y puentes, entre paisajes de Heidi y pueblitos perdidos. Luego de una primera noche en un pequeño hotel de ensueño, frente al lago de Garda, seguimos viaje rumbo a Innsbruck. Allí nos alojamos en un departamento al lado de la montaña, en realidad todo el segundo piso de una gran casa, que su propietaria alquila, con todas las comodidades de un hogar, y unos ventanales gigantescos en las habitaciones, que permitían disfrutar de un cuadro vivo de ese paraíso que son los Alpes florecidos de primavera y verano. Apenas a unos pasos de la casona, uno de los muchos senderos que, muy bien señalizados, rodean a Innsbruck (hay cerca de 90 Km. de senderos demarcados), permite a los amantes de las caminatas sentirse en el paraíso. Transitar por esos caminitos a la mañana temprano, con la brisa de primavera, el olor del pasto, las flores, la tierra húmeda y los bosques de pinos, escuchando los cencerros de las vacas y las ovejas, conforman un cuadro de esos que reconfortan el alma y permiten agradecer a Dios estar vivos. Y hay que agregar la amabilidad de los parroquianos del lugar, con una permanente sonrisa y saludándonos con una especie de “buen día” en alemán, que nos hacían olvidar que estábamos lejos de casa.
Cuatro días después partimos muy tempranito hacia Viena, con la intención de pasar antes por Salzburgo, la ciudad de Mozart, una joyita para no perdérsela. Típica ciudad de clara influencia bávara, enclavada entre paredes de roca, muy bien conservada, y que puede recorrérsela a pie fácilmente. Luego de un intenso city tour, seguimos camino en nuestro automóvil por una ruta muy pintoresca, entre viñedos y castillos medievales a sus costados, para arribar a la milenaria capital de Austria por la tarde. El cambio de paisaje, desde la tranquilidad de Innsbruck al intenso movimiento de Viena, nos dejó un poco aturdidos. Nos instalamos en un tercer piso de un edificio antiguo pero bien mantenido, en un barrio con mayoría de habitantes de la comunidad turca, a unos diez minutos de tranvía del centro.
Recorrer Viena en los cuatro días que estuvimos es bastante complicado, ya que la oferta turística y cultural es apabullante. Si el viajero es alguien al que le gustan los conciertos, ó las exposiciones, no puede permanecer menos de 7 días en la ciudad. Como nuestro presupuesto era ajustado, buscamos en los programas que reparten en todos lados, los eventos gratuitos ó económicos: todos de excelente calidad. Gozar por 5 euros de un concierto con instrumentos antiguos, en una pequeña iglesia construida en el siglo IX, ó participar por 7 euros de un tour guiado (en español) por la Opera de Viena, son placeres que depara esta ciudad. Si bien las entradas a los diferentes museos representan un gasto que no pudimos afrontar, se pueden seleccionar algunos, como la visita al Palacio de Sissí Emperatriz, ó la visita gratuita por el Palacio Schloss, la residencia de verano de los monarcas, en los suburbios, y al que se llega perfecta y económicamente en subterráneo. Por lo demás, recorrer todo el centro de Viena a pie, es como una visita a un gran museo al aire libre. Que se puede disfrutar en verano mientras se almuerzan los sándwiches preparados en el departamento, y degustados sobre el césped de los parques del Palacio Real… Todo un auténtico placer, y gratis.
Al cuarto día, al amanecer, emprendimos el camino por la autopista que cruza los Alpes por la zona de Cortina D´Ampezzo, rumbo a Milán para tomar el tren por la noche. Al mediodía estábamos pasando por las afueras de Venecia (que ya conocíamos de otro viaje), así que hubo que sacrificarse y detenernos a almorzar allí. Comprar una pizza margherita para llevar, y comerla sentados en un banco mientras se miran pasar las góndolas, son también placeres que se disfrutan gastando muy poco.
Por la tarde llegamos a Milán, devolvimos el auto y nos fuimos a la Estación Central, para tomar el tren que nos llevaría a Nápoles. Pero esa es otra historia.